Guy de Maupassant, "Le Horle"

"¿Has pensado que sólo ves la cienmilésima parte de lo que existe? Considera, por ejemplo, el viento, que es la más grande de las fuerzas de la naturaleza. Derriba a los hombres, destruye casas, arranca los árboles de raíz, agita los mares formando olas gigantescas que azotan los acantilados y lanza los barcos contra los peñascos. El viento silba, ruge, brama, incluso mata a veces. ¿Lo has visto? Sin embargo, existe" (Guy de Maupassant, "Le Horle")

domingo, 19 de mayo de 2013

A Sangre y Fuego


Buenas noches a tod@s. Hace más de una semana que estoy con este relato pero por fin he conseguido acabarlo. Debo advertiros de varias cosas antes de que lo leáis. Primero, es bastante más largo de lo que suelo escribir normalmente, así que tomároslo con calma. Segundo, este relato es bastante complejo a nivel de forma, que no de contenido (aunque también). Es un relato experimental, en el que quería tratar de "imitar" (aunque es imposible imitarla, pues no le llego ni a la suela de los zapatos) a la gran autora inglesa Virginia Woolf. Es decir, que en este relato hay mucho monólogo interior, mucho stream of consciousness, mucho flash back y mucha introspección. Asimismo, me gustaría hacer una mención especial de un lugar que últimamente me inspira mucho: la pastelería La casa de los dulces, donde he escrito parte de este relato, que se encuentra cerca de la Plaza de la Virgen de Valencia. Si alguna vez pasáis por la zona, no dudéis en visitarla y probar las milhojas, los cruasanes de chocolate y los pasteles de manzana, que están de muerte (el principio del relato está ambientado también en esta pastelería). Y bien, después de esta publicidad subliminal, os dejo con el relato. Espero que lo disfrutéis, aunque ya os aviso de que es bastante raro. ¡Un beso!

Este relato está dedicado a mis amigas Patricia y Anna. Chicas, sin vosotras no habría acabado este relato. Gracias por vuestros sabios consejos. 


"'Las pasiones violentas tienen finales violentos y tienen en su triunfo su propia muerte. Como fuego y pólvora, que al besarse... se consumen".
William Shakespeare 


Su mirada permanecía fija en la figura, escuálida y diminuta, que se encontraba despachando pasteles y sirviendo cafés tras la barra de uno de los locales más famosos de la capital del Turia. Se colocó el arma sigilosamente en el bolsillo trasero de los pantalones, sin apartar los ojos ni un segundo del que, desde hacía ya varios meses, había sido su escurridizo objetivo. Apoyó las manos contra el frío muro de piedra, sintiendo como la ira hacía hervir la sangre en sus venas. La traición había quedado grabada a fuego en su piel de marfil, si bien ella no tenía ninguna obligación para con él, dada la forma tan peculiar en que había irrumpido en su vida, poniéndola literalmente patas arriba, tan sólo unos meses atrás.
           
La manecilla pequeña de su reloj de diseño se posó sobre el seis. Las seis en punto. La muchacha desapareció tras la puerta que conducía al obrador para reaparecer, sólo unos segundos más tarde, vestida de calle y con la larga cabellera azabache recogida en un moño alto. Su turno había tocado a su fin y ahora se iría en busca del descapotable rojo que tenía aparcado en zona azul, a sólo unas manzanas de allí. El “vigilante” se puso en movimiento en cuanto la muchacha abandonó la pastelería y comenzó a seguirla a una distancia prudencial, sin perderla de vista ni una fracción de segundo.
           
Llevaba en esa ciudad algo más de una semana, pero seguía sin acostumbrarse al calor sofocante que lo golpeaba con fuerza las veinticuatro horas del día, infatigable, implacable. La muchacha giró ahora hacia la derecha y siguió todo recto, en dirección a las facultades. Le resultaba curioso que, conociéndola desde hacía ya varios meses, no supiera qué carrera estaba estudiando. No se le había ocurrido preguntárselo. Su vida personal no le había parecido relevante durante la intensa  semana que pasaron juntos en el sur del país vecino. Ahora, sin embargo, le resultaba antinatural sentirla tan cercana a él y, al mismo tiempo, tan misteriosa, tan indefinida, como una sombra vaga que, cuando crees haberla atrapado con las manos, se te escurre inexorablemente de entre los dedos.
           
La muchacha se saltó un semáforo en rojo y echó a andar a paso vivo, como si hubiera descubierto que alguien la estaba siguiendo y quisiera darle esquinazo. El “vigilante” apretó el paso, apartando a codazos a quienes se cruzaban en su camino, mas refrenaba sus ansias de echar a correr tras ella para no descubrirse tan pronto. La imagen de la mañana en que se conocieron se formó vívidamente en su mente. Recordaba que la había obligado a suturar la herida de su compañero moribundo a punta de pistola. Rememoraba el estoicismo que la había dominado mientras se concentraba en coser la herida, a pesar de que el cañón de la pistola descansaba en su sien, y de que su amiga se retorcía, histérica, en la otra punta de la diminuta habitación.
           
“No soy cirujana”, le había dicho cuando él le ordenó que salvara a su compañero. “No tengo ni idea de suturar. La herida se le podría infectar y…”
           
“Tú harás lo que yo te diga”, le había respondido él, encañonándola con el arma. “¿O es que acaso se te olvida quién tiene la pistola?”
           
Ella lo había mirado directamente a los ojos, retándolo, sin un ápice de miedo en ellos. Sus músculos se habían vuelto rígidos y su pulso era firme. Había que reconocer que la muchacha los tenía bien puestos. Giró nuevamente a la derecha y siguió todo recto. Había cometido un error de cálculo. La muchacha no había aparcado en la zona azul, sino frente a la Facultad de Historia. El “vigilante” frenó en seco, al tiempo que se ponía la capucha para ocultar su rostro en la medida de lo posible. Había estado a punto de descubrirlo. Claro que ésa era la menor de sus preocupaciones. El problema de verdad radicaba en cómo iba a seguirla hasta su casa si tenía la moto aparcada en la puñetera zona azul, a unas cuatro manzanas de allí.
           
Consideró todas las opciones posibles y, dado que tenía que actuar deprisa, antes de que su presa volviera a escapársele de las manos, se decidió por “tomar prestada” una bicicleta que había apoyada junto a la boca de metro.
           
El descapotable rojo atravesó las calles de la ciudad sorteando el tráfico reinante, sin percatarse de que su perseguidor, el protagonista de sus pesadillas más oscuras, se encontraba tras ella, a escasos metros de distancia. No pasaba una noche en la que Iris no soñara con aquella catastrófica semana en el sur de Francia. Tenía suerte de haber salido con vida de allí, si bien no había sido gracias a la desastrosa actuación de las Fuerzas de Seguridad del Estado.
           
“Tú harás lo que yo te diga”, aquella orden seguía resonando en su mente, haciendo que su corazón se detuviera, paralizado por el terror. “¿O es que acaso se te olvida quién tiene la pistola?” No, no se le había olvidado. No lo había vuelto a ver en más de tres meses. Había irrumpido en su vida como un vendaval, caótico, violento, demoledor… y había salido de ella de la misma forma, sin dejar tras de sí más huella que la de sus recuerdos compartidos. Pero a pesar de todo ello, si cerraba los ojos con fuerza, todavía podía vislumbrar sin dificultad su rostro de duras facciones, sus cejas pobladas y su barba descuidada. Podía sentir el áspero tacto de su piel, surcada de cardenales y cicatrices – “heridas de guerra”, las llamaba él –, una piel tan blanca como el papel que casi podría tildarse de exánime. Se aferró con fuerza al volante, recordando lo que era sentir sobre su nuca los labios agrietados de aquel psicópata que encendía en ella sentimientos tan contradictorios. El semáforo se puso en verde. Su casa estaba a unas pocas manzanas de allí. Sonrió para sus adentros al pensar que en unos pocos minutos estaría dándose un buen baño de espuma, para después echarse a dormir con su gato un par de horas de siesta reparadora.
           
No le costó mucho trabajo aparcar esa tarde, cosa que agradeció enormemente, pues el agotamiento había hecho tal mella en su cuerpo que no habría sido capaz de defenderse de un atacante en caso de que la hubiesen intentado atracar en ese preciso instante. El estómago le dio un vuelco al recordar la visita que había recibido aquella misma mañana en la pastelería. Asier estaba en la ciudad. La pesadilla se había hecho carne. El atacante podría salir de entre las sombras en cualquier momento. ¿Cómo podía haber sido tan confiada? ¿Cómo podía haber sido tan estúpida como para ignorar su amenaza? Quizá debería haber obedecido su orden y acudir al hotel a las cinco, pero había tenido sus razones para rehusar su “invitación”. No estaba dispuesta a humillarse ante él una vez más.
           
Eran poco más de las once y media cuando el día se había convertido en un completo infierno. Hacía poco más de veinte minutos que su turno había empezado cuando sintió una profunda mirada clavarse sobre su espalda, taladrando su carne. Un escalofrío recorrió su espina dorsal al sentir cómo sus peores temores se hacían realidad. Supo quién era antes incluso de darse la vuelta.
           
“Necesitaba verte”. Sus ojos color avellana brillaban con una violencia inusitada. Esa violencia que ella conocía también. Se preguntó si acaso ese hombre conocía algún estado de ánimo alternativo a la violencia en su estado más puro. “¿Hay algún sitio donde podamos hablar, Iris?”
           
Se estaba conteniendo porque estaban en un lugar público, de lo contrario ya habría saltado a su cuello como un depredador hambriento. Era consciente de que estaba poniendo en riesgo su vida y su libertad saliendo de su escondite y exponiéndose a la luz pública, sólo para hablar con ella, pero Iris se vio incapaz de decirle palabra alguna durante un par de segundos. Asier comenzó a impacientarse. Ella mejor que nadie sabía que era un hombre de sangre caliente.
           
“Iris, no puedo quedarme mucho rato”, le había recordado con tono apremiante. “Estoy trabajando”, fue su escueta respuesta. Después de tres meses sin tener noticias suyas, sin saber si volvería a verle, su retorno había supuesto un shock para ella. La había dejado congelada, sin saber cómo reaccionar ante su presencia.
           
Apretó los dientes con tal intensidad que por un momento temió que se le fueran a partir. Sacó una tarjeta del bolsillo de sus  vaqueros azules y se la tendió, sus manos rígidas, frías como una barra de acero. Clavó sus ojos en ella. La amenaza implícita que había escrita en ellos no le pasó desapercibida.
           
“Me alojo en este hotel”, explicó, sin relajar un ápice los músculos de su cuerpo. Iris echó un rápido vistazo al nombre que aparecía impreso en la tarjeta que le había ofrecido. Había oído hablar del lugar en cuestión y sabía dónde se encontraba situado. “Ven a verme esta tarde a partir de las cinco”. De nuevo esa amenaza, esa demanda ponzoñosa, tan soberbia y desdeñosa, tan segura de sí misma que no permitía réplica alguna. Ese tonillo prepotente y autoritario fue lo que la hizo rebelarse contra el hombre que había puesto su vida patas arriba en poco más de unas semanas; que había reducido a cenizas sus sueños, sus metas; aquél que había destruido sin apenas esforzarse su maltrecha dignidad.
           
“No voy a ir a ningún sitio”, replicó, la voz dotada ahora de una fuerza renovada, resurgida de entre las cenizas de su alma pisoteada y maltratada. Una fuerza con la que nunca se había atrevido a dirigirse a él. Su mirada dorada ardió con una furia desbocada. Deseaba gritarle, deseaba morderla, pero, de nuevo, estaban en un lugar público. Iris se sintió aliviada por ello. “Quiero que salgas de mi vida. Quiero que olvides que alguna vez nos conocimos”.
           
Sacó las llaves del bolsillo trasero de su vieja mochila de cuero marrón y abrió con ellas el portal. Llevaba todo el día tratando por todos los medios de olvidar la aparición en escena de Asier, mas era absurdo tratar de disfrazar el miedo. Si había sido capaz de secuestrarla una vez, si había podido burlar a la policía de dos países hasta las últimas consecuencias, si no le había temblado la mano al abandonar el cadáver de su compañero en un vulgar secarral, lo más sensato era temer por su vida. Pulsó el botón del ascensor con la mano temblándole violentamente. Debía esperar su visita, pues sin duda se presentaría en su casa en el momento menos pensado. Y quién le decía a ella que esta vez no apretaría el gatillo.
           
Se montó en el ascensor, siendo por primera vez consciente de la temperatura sofocante que envolvía el ambiente. Asier se había puesto esa mañana una ajustada camiseta de tirantes que se adhería a su cuerpo como un guante. Él tendría que estar sufriendo especialmente los efectos de ese insoportable calor estival. El ascensor se detuvo en el segundo piso. Había llegado por fin a su parada. Asió las llaves con fuerza, en un vano intento por detener el violento tembleque que sacudía sus manos. Introdujo la llave correspondiente en la cerradura y empujó suavemente la puerta para ser recibida por su felino.
           
— Hola, hermoso — lo saludó cogiéndolo en brazos de forma protectora —. ¿Me has echado de menos?
           
El animalito se limitó a soltar un quejumbroso maullido, al tiempo que se revolvía entre los brazos de su dueña para que lo liberara de una vez. Iris finalmente se resignó. Tal vez su padre tuviera razón. Tal vez había que dejar al gato a su aire y no tratar de imponerle sus empalagosas carantoñas que, por otra parte, no eran más que un signo de sus propias carencias afectivas. ¿Y dónde estaba ahora Asier? El silencio y tranquilidad reinantes de su apartamento estaban empezando a ponerla paranoica. Su cuerpo se había desconectado de su mente, no era ya consciente de la realidad exterior. Sólo sentía el miedo palpitante bajo sus venas. La incertidumbre martilleaba contra sus sienes, llevándola a hacer absurdas especulaciones sobre cuál podría ser el siguiente movimiento del que había sido su amante forzado durante algo más de una semana, tantos meses atrás.
           
Sus pasos inciertos la llevaron al dormitorio, donde empezó a despojarse de sus prendas de vestir empapadas de sudor. La parte de sí misma que aún era vagamente consciente de la realidad exterior consideraba que un buen baño la ayudaría a ver las cosas desde un punto de vista más positivo. No se cuestionó ni por un segundo lo estúpida que resultaba aquella infantil concepción según la cual algo tan fútil como darse un baño iba a ser la solución a sus problemas. Se arrastró sin más al pequeño cuarto de baño que se encontraba tras la puerta de al lado. Abrió el grifo del agua fría antes de ponerse a rebuscar en los armarios las sales y geles de baño. Cualquier cosa que pudiera detener el flujo de sus pensamientos era bienvenida.
           
Mientras su dueña se mantenía ocupada realizando aquellos extraños rituales que los humanos practicaban regularmente con el agua y otros productos extraños de olor nauseabundo, Misha se percató de que unos desconocidos pasos sigilosos se aproximaban hacía la puerta de entrada. Todos sus instintos se pusieron en alerta y comenzó a maullar como un poseso, mas su dueña – aunque él se resistía a reconocerla como tal – no parecía oírlo. Tras un par de forcejeos en la puerta, el extraño consiguió que ésta cediera. El felino se puso en guardia de forma inmediata. Aquel hombre vestido de negro de pies a cabeza le daba muy mala espina. Era demasiado alto y corpulento como para ganarle en un combate cuerpo a cuerpo, decidió, pero podía intentar bufarle un par de veces para ver si así lo intimidaba. No funcionó. El extraño se mofó en su cara y avanzó a grandes zancadas por el pasillo principal hasta llegar al salón. Allí se detuvo en seco, escrutando atentamente todos y cada uno de los sonidos de la casa. El agua corría en el baño. Esbozó una malévola sonrisa al tiempo que sacaba del bolsillo trasero de sus vaqueros negros un extraño instrumento del mismo color. Era su última oportunidad. Si ese hombre hacía algún daño a su dueña sin él haber hecho nada para evitarlo, llevaría ese peso sobre su conciencia el resto de su vida. Se lanzó a su espalda, clavando en ella sus uñas afiladas, al tiempo que rasgaba con sus colmillos de tigre la tierna piel de la nuca. El extraño soltó un alarido de dolor que Misha esperó que su dueña escuchara. Mas nada sucedió. El hombre de negro se zafó de él con un brusco manotazo antes de continuar, directo a su objetivo. Desesperado, el gato maulló con todas sus fuerzas, hasta casi desgañitarse. Su dueña parecía haberse quedado completamente sorda. El extraño abrió la puerta del baño con una patada certera, al tiempo que apuntaba con su arma hacia un objetivo indeterminado. Misha no se atrevió a moverse del sitio, pero era lo suficientemente inteligente como para comprender que su dueña corría un peligro mortal.
           
— Iris — la llamó desde el umbral de la puerta, sin un halo de emoción en la voz. Se había vuelto frío como el hielo, si bien aquella gélida apariencia no era más que pura fachada. En su interior, la sangre se había convertido en un violento fuego rojizo que iba a reducirlo todo a cenizas —. Sal de la bañera. Tú y yo tenemos una conversación pendiente.
           
Se quedó paralizada, la espalda apoyada contra el duro respaldo de la bañera, el agua tornándose en una laguna helada a su alrededor; el miedo atenazando de nuevo cada célula y tejido de su cuerpo. Sabía que no le temblaría la mano a la hora de dispararle, y se obligó a ponerse en movimiento, tragándose su orgullo y dignidad una vez más.  Se puso en pie con lentitud, sintiendo los músculos agarrotados, como si también ellos se resistieran a salir al encuentro de su atacante. En un repentino golpe de timidez, trató de cubrir su desnudez con ambas manos, lo que provocó una sonora carcajada por parte de Asier.
           
— Un poco tarde para eso, ¿no te parece, querida? — la lujuria explícita que vislumbró en su mirada la traspasó como un rayo, enviando descargas eléctricas por todas sus terminaciones nerviosas. Sacó un pie de la bañera y lo puso sobre la alfombrilla, para después hacer lo propio con el otro. Quedaron el uno frente a la otra una vez más. Tenían tantas cosas que decirse y reprocharse que ninguno sabía muy bien por dónde empezar. Iris se decidió finalmente por romper el hielo, si bien su comentario no resultó quizás demasiado brillante.
           
— Te has cambiado de ropa.
           
Asier se quedó mirándola perplejo durante un par de segundos, asimilando aquellas palabras vacías sin saber muy bien cómo interpretarlas. Quizá escondían un significado oculto, o tal vez Iris sólo estuviera tratando de aliviar la tensión del momento. Su mirada descendió hacia sus negros ropajes para después asentir levemente con la cabeza.
           
— Ya sabes que el negro es mi color.
           
Esbozó una escueta sonrisa con la que trataba de relajar un poco el ambiente, si bien su mano seguía aferrando el arma con férrea determinación. No pensaba utilizarla contra ella, al menos de momento. Su intención había sido simplemente asustarla un poco para demostrarle que era él quien mandaba, el que llevaba los pantalones en esa relación. Si es que a eso que tenían se le podía definir como “relación”. Iris no le devolvió la sonrisa. Estaba tiritando por el brusco cambio de temperatura que la había golpeado al salir del agua. Los dientes le castañeteaban y se abrazaba el estómago, en un vano intento por darse a sí misma algo de calor. Asier recorrió el pequeño cuartito en busca de algo con lo que cubrir su cuerpo desnudo. Encontró a su derecha un colgador con un par de toallas, y le tendió a Iris la que parecía más amplia. No se atrevió a envolverla él mismo con ella, pues todavía temía su rechazo. La muchacha la agarró bruscamente antes de arroparse con ella, para después inclinar la cabeza en su dirección, en un vago gesto de agradecimiento. 
           
— Asier, creí que esta mañana había sido lo suficientemente clara cuando te dije que quería que salieras de mi vida — su voz, firme y cortante, no parecía dejar margen a la esperanza.
           
— No sé si te das cuenta de que no estás en posición de decirme lo que tengo que hacer — replicó, la ira encendiendo sus mejillas, al tiempo que dirigía una mirada elocuente al arma que portaba en la mano — ¿O es que acaso se te olvida quién tiene la pistola?
           
Nuevamente le lanzaba aquel dardo envenenado en forma de pregunta retórica. Una pregunta que la transportó en el tiempo, desconectando de nuevo su mente del envoltorio material que la recubría, hasta el preciso instante en que su vida había dejado de tener sentido para siempre. El momento en que el hombre que tenía ahora ante ella la había obligado a coser una herida de bala a punta de pistola.
           
Habían entrado por la fuerza en casa de Anna. Ni siquiera las habían dejado terminar de comer. Ambos tenían pinta de haber participado en un tiroteo, pues presentaban varios orificios de entrada por arma de fuego, y parecían haber perdido una cantidad considerable de sangre. Sin embargo, el que tenía la herida en el pecho e iba a remolque de su amigo más corpulento, necesitaba urgentemente cuidados médicos.
           
“¡¿Quiénes son ustedes?! ¡¿Cómo han entrado en mi casa?!, les había exigido Anna, completamente fuera de sí. La sangre manaba a borbotones de la herida abierta, como el agua viva de un río. La vida se le escapaba con cada soplo de aire que inhalaba y, en vez de llevarlo rápidamente a un hospital, habían decidido presentarse en casa de su amiga, convirtiéndolas a ellas en cómplices del delito que acabaran de cometer.
           
Iris trató de mantener la calma en todo momento, a diferencia de su amiga, que era un auténtico manojo de nervios. Por primera vez en su vida se alegró de haber heredado la sangre fría de la familia de su padre. Y fue en ese preciso instante cuando sus ojos se encontraron por vez primera. Contra todo pronóstico, se dejó sumergir en las truculentas aguas de sus ojos tostados, imaginando cuál sería su nombre o procedencia, por qué estaba sangrando como un cerdo, quién les habría disparado, de qué forma habrían acabado allí, echados en el sofá de su amiga, tratando en vano de curarse unas heridas que, sin duda alguna, acabarían infectándose – si es que no les sucedía algo mucho peor –, a menos que se pusieran de forma inmediata en manos de un médico.
           
Quizá fue su frialdad la razón por la que la eligió para que se encargara de su compañero. “Yo no soy cirujana”, le había contestado ella, puede que con un deje de altanería en la voz que, dada la posición de desventaja en la que se encontraba, resultaba fuera de lugar. Pero ¿quién entiende la naturaleza humana? No existe un patrón uniforme que rija la conducta que adoptaremos en una situación límite. Cuando nos apuntan a la cabeza con una pistola, la razón y la lógica salen por la ventana, y no nos quedan más que nuestros instintos más básicos para enfrentarnos a nuestro oponente.
           
— Eres tú el que no estás en posición de darme órdenes — replicó, la furia bombeando con cada latido de su corazón, brotando de cada uno de los poros de su piel — ¿O es que acaso se te olvida que estás en busca y captura? Márchate ahora mismo de mi casa o te juro que llamo a la policía.
           
Una carcajada histérica brotó del fondo de su garganta. Resultaba curioso que, aun hallándose indefensa ante un psicópata armado y desquiciado, todavía tuviera suficiente fuego en las venas como para tratar de intimidarlo y salir vencedora en la batalla. Quizá era eso lo que le resultaba tan fascinante e irritante a un tiempo en esa mujer. No tenía miedo. O para ser más exactos, lo tenía, pero no dejaba que la dominara. No importaba que las pocas veces en las que se había enfrentado a él hubiera salido perdiendo. Ella seguía intentando por todos los medios librarse de él, si bien ambos eran conscientes de que lo suyo no acabaría hasta que el fuego que los consumía los redujera a cenizas a ambos.
           
Para llamar a la policía primero tendrías que tener acceso a un teléfono, y, a su vez, para ello tendrías que ser capaz de salir con vida de esta habitación. Y mucho me temo que ninguna de las dos cosas va a suceder mientras yo tenga esta pistola en mi poder.
           
Iris se quedó mirando el arma con una fijación que rallaba lo enfermizo. Había una posibilidad entre mil de que la idea que tenía en mente saliera bien, pero ¿acaso tenía otra opción? No hacía falta ser muy listo para saber por qué había vuelto Asier. Quería llevársela consigo a dónde quiera que fuera su próximo destino. Otra vez. Otra vez privada de su libertad, otra vez sometiendo su voluntad a la de ese terrorista psicótico que la mataría a la primera oportunidad. ¿Era ésa la clase de vida que la aguardaba? ¿De verdad el destino podía ser tan cruel?
           
“Ahora o nunca”, se dijo, tratando de darse ánimos a sí misma para llevar a cabo tan peligrosa misión. Se abalanzó sobre él, imitando en la medida de sus posibilidades el salto que Misha realizaba a veces cuando trepaba por a la estantería del salón, con un movimiento elegante y certero. Cayeron los dos al suelo, el uno sobre el otro, Iris aferrándose a la pistola y tratando por todos los medios de arrebatársela a Asier, mientras que éste intentaba zafarse de ella con un intenso forcejeo.

No lo había visto venir. Actuar tan impulsivamente no era propio de ella. Sin duda había copado los límites de su paciencia, pero eso no cambiaba el hecho de que se pertenecían el uno al otro, y ella tendría que acabar aceptándolo. Consiguió arrebatarle el arma de las manos y ponerse en pie. ¡Maldición! Estaba seguro de que iba a dispararle, había conocido a muchos asesinos y podía leer en sus ojos la sed de sangre. Tragó saliva. Si así lo habían decretado los dioses, que así fuera. Su relación había empezado con sangre, y con sangre debía terminar.
           
— ¡Márchate ahora mismo de mi casa y no vuelvas más, o te juro que te vuelo la tapa de los sesos, jodido psicópata de mierda!
           
Había perdido los papeles, lo que significaba que su puntería no sería tan certera. Quizá aún tuviese una oportunidad. Con un poco de suerte sólo le daría en una pierna, una herida superficial que, sin embargo, teñiría de rojo sangre las blancas baldosas. Una herida que le impediría caminar en al menos un par de semanas. Tendría que acogerlo en su casa. Tendría que cuidarlo.
           
— ¡Dispara! — la alentó, afectando su voz con ira fingida — ¡Dispárame!
           
Asier consiguió ponerse en pie. La pistola apuntaba hacia su pecho desprotegido. Afuera se oyeron los maullidos quejumbrosos de Misha, que, si bien intuía que algo no andaba bien, no se atrevía a hacerse el héroe por segunda vez.
           
— Te he dicho que te vayas de mi casa.
           
Sus ojos estaban anegados en lágrimas; el pulso le fallaba; de sus labios brotaban vocablos inconexos y quebradizos. No iba a disparar. Clavó en ella sus doradas pupilas. Tenía que recuperar la pistola. Afuera los maullidos se hicieron más intensos. ¿Por qué no se callaba el maldito animal? Avanzó unos pasos hacia ella, el corazón bombeando contra su pecho a un ritmo demoledor. Extendió las manos al frente, en forma de escudo, mas la víctima se vio amenazada. Un cañonazo ensordecedor atravesó sus oídos felinos, haciendo que el pelaje se le erizara, y la cola aumentara tres veces de tamaño. ¿Por qué había sido tan cobarde? Quizá su dueña ahora estuviese muerta.
           
No fue consciente de que Iris había apretado el gatillo hasta que la bala atravesó su piel, para finalmente alojarse en su hombro derecho. Un insoportable escozor carcomía la carne que rodeaba la herida abierta; un dolor punzante se abría paso por su brazo, dejándolo paralizado e indefenso ante ella.
           
— ¡Dios santo! — exclamó, al ser consciente por vez primera de lo que acababa de hacer. El arma resbaló de sus manos, para poder cubrir con ellas su atónito rostro. La sangre manaba de la herida, tiñendo su blanca piel de un vivo color escarlata. “La nieve cubre con su manto de inocencia los crímenes del mundo”, había dicho él en cierta ocasión, cuando ella le preguntó acerca de sus asesinatos. La nieve, blanca como su piel. La sangre, roja como la muerte más oscura.
           
Se había sentado en el borde de la bañera. Quería preguntarle qué podía hacer para ayudarlo, pero no se atrevía. Se apretaba con la mano la herida, cerrando los ojos y apretando los dientes para contener el dolor. Anhelaba con todas sus fuerzas sentir pena por él, mas el único sentimiento que ese hombre despertaba en ella era el más absoluto desprecio. Se armó de valor. El destino le había dado la oportunidad de acabar con aquella historia de una vez por todas, se dijo. Tenía la pistola a escasos centímetros de sus pies. La miró indecisa por unos instantes, después alzó la vista en su dirección. Él había pensado lo mismo.
           
— Ninguno de los dos va a salir con vida de aquí — sentenció, las palabras surgiendo de entre sus dientes, ácidas, corrosivas. Se abalanzaron ambos sobre el arma a un tiempo, como dos bailarines haciendo alarde de una coordinación perfecta en una coreografía improvisada. El arma se disparó dos veces, dándole de lleno en el pecho. Sintió la sangre caliente recorrer su cuerpo desnudo en sentido descendente. Le abrasaba la piel. Sus ojos se clavaron en los de él un segundo antes de arrebatarle definitivamente la pistola de las manos. Apuntó a su cabeza. Sus miradas se encontraron por última vez. Un disparo y quedó esparcida en la blanca superficie del baño gran parte de su masa encefálica. La sangre había teñido de rojo la cortina azul, la bañera blanca, la camiseta negra. La sangre había llenado de salpicaduras carmesíes el armario y el inodoro. Allá donde la vista se detenía se encontraba con sangre.
           
Porque con sangre había empezado su relación y con sangre había acabado. La muerte dejaba tras de sí un mar teñido de rojo. La muerte dejaba tras de sí un mar de sangre. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario